Ya cumplió 16; que grande me veía a mi misma a esa edad. Pero a él no. Lo visualizo de 6 meses, cuando su desarrollo había sido suficiente para que la interacción de él y yo fuera bastante rica. Nos hablamos en el dialecto de los niños; que él me enseñó mientras yo trataba de instruirlo en el habla. Travieso, probaba mi paciencia de mil maneras.
Su carita redondita y los dos huequitos que se formaban en sus mejillas cuando sonreía distan mucho de esos rasgos definidos, de esa severidad que sólo desmienten sus ojos. Sí, sus ojos denotan inocencia. De esa que uno siente cuando no es hombre ni es niño. De esa que, de saber que desaparecería, tomaría la precaución de guardarla en un cofrecito para sacarla a veces, si la vida se pone más hostil de lo habitual.

Antes de repartir el bizcocho, función que asumo con estoicismo por ser la hermana mayor, puse 16 velitas. La sala a medialuz se iluminó. El momento se me impregnó para siempre. Ante mi, toda mi familia y los amigos de mi hermanito, quien pronto dejará el ito para convertirse en un hombre hecho y derecho.