Es posible que Juan Ventura no lo recuerde, pero
una vez estando en una heladería de la calle El Conde que se llamaba Nevada nos
ocurrió un incidente que me marcaría para toda la vida. De ese lugar me
encantaba que servían el helado en unas copas. Mientras disfrutaba mi
helado de tres colores y de la amena conversación que siempre ocurre entre
nosotros dos, otro niño (de más o menos mi edad) se acercó a pedir.
-¿Qué piensas que debemos hacer, Lissette? - Me preguntó.
- Compartir respondí entre dientes.
Quienes me conocen podrán imaginarse vívidamente que
mi lenguaje no verbal reflejaba un profundo sentimiento de pena y, de
inmediato, me embargó una sensación de injusticia.
- Te contaré una historia, me dijo.
“Un señor cuya casa se derrumbó por las
inclemencias del tiempo, se sentó a llorar en la acera. Pasó una persona
y le dijo: que pena, te has quedado sin casa. Le pasó una papeleta 100 de pesos.
El señor continuó llorando por su casa en escombros. Pasó una
mujer. Qué pena lo de tu casa, he aquí esta ropa que ya no uso. Así fue llenándosele la acera de dádivas de
las personas que pasaban, pero nada parecía consolar al afectado. Finalmente pasó alguien y le dijo: tu casa se
derrumbó, busquemos más personas y te ayudo a reconstruirla.”
Se preguntarán si compartimos el helado con el
muchacho, por supuesto que sí. Sin embargo, la lección de ese día me
ayudó a tomar muchas decisiones de adulta:
1 comment:
Que quien invento la caridad esperando recompensa divina también invento al pobre le ofreció darle pan.
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